-¡Felicidades! ¿Les costó mucho
trabajo no? –
Fue la frase de felicitación de
la ultra conservadora parienta francesa de mi maridín. A las personas
tradicionales, que se casan con la intención obvia de reproducirse para formar
familias felices de gente bien, debe costarles entender que un matrimonio no
tenga hijos tras 8 años de vida conyugal, por decisión propia. Seguro algo no va bien, estas mujeres tercer
mundistas a saber que comen, en sus países suelen ser tan fértiles y en este
caso, nada. Porque: ¿Cómo rayos sobrevive una pareja la famosa crisis de los
siete años si no es por los bienaventurados hijos que concilian cualquier
intento de fuga de los cónyuges?
Pues, no fue el caso. El Wero –es
así como denominaré a mi maridín por confidencialidad de datos- y yo no
habíamos tenido hijos porque decidimos vivir una vida feliz como equipo de dos
hasta que el momento correcto llegará. Y ese momento llegó hasta recién cumplidos
los ocho años de matrimonio (y unos cuantos más de novios, y unos cuantos más
de compañeros de escuela). Ya habíamos vivido juntos estudios universitarios,
fiestas y borracheras, ligues, tesis, graduación. Sufrimos juntos las primeras entrevistas
de trabajo, los primeros rechazos, la
alegría del primer trabajo. Compartimos departamentos minúsculos, dormimos en
colchones individuales, nos mudamos “n” número de veces, compramos nuestros
primeros muebles reales, montamos nuestro primer hogar. Lo desmontamos,
cambiamos de ciudad, de país, dificultades, bonanzas, retos. Vacaciones exóticas, vuelos largos, vuelos
cortos, múltiples continente. Y compartimos siempre mucho amor, cambiante,
camaleónico pero inagotable amor y una complicidad de amigos que ha madurado a
la par que nosotros.
Este año, 2014, decidimos dejar
la píldora. El médico me dijo que no esperara milagros, tras más de una década de
vida dopándome de hormonas contraceptivas, hacer que mi sistema reproductor funcionara
regularmente podría llevarme tiempo. Añadiéndole a esto el stress de nuestros
trabajos (los dos trabajamos para multinacionales), múltiples viajes de empresa, la nicotina en el
cuerpo del Wero… y el cansancio que esta vida traqueteada nos dejaba: muchos
fines de semana agotados, sin ganas de contar días de ovulación o temperaturas
corporales, ya por no hablar de ganas de “ponerse en la labor”. Sillón, mantita
y pelis auguraban con ser el mejor contraceptivo. Nos lo tomamos con calma, no
haríamos nada especial, la familia llegaría cuando tuviera que llegar y si tardaba mucho, ya veríamos al
especialista en fertilidad cuando el año terminara.
Pero resulto que mi cabezoncit@
estaba ya en primera línea de lanzamiento. En un par de meses desde aquella
consulta en Febrero estaba ya embarazada, sin saberlo. Cometí las burradas de quien no sabe que un
ser humano crece dentro de sí: alcohol, cafeína a tope, barra libe de sushi a
voluntad. Gracias a Dios la iluminación llegó y entendí que no tener la regla
no es cosa normal cuando no se toma la píldora.
Y helas ahí: las dos benditas líneas rosas una mañana de
Junio antes de irnos al trabajo. Lloré de felicidad, de sobresalto, de
incredulidad. Todos los sentimientos habidos y sentidos concentrados en mi
estómago en un segundo.
Y así empieza el verdadero reto, la razón más importante, la
prioridad primera, el objetivo más grande y más maravilloso de nuestras vidas.
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