En los últimos meses mi cuerpo ha experimentado en tiempo
record un sinfín de cambios y sensaciones que, antes de estar embarazada,
habría creído imposible que sucedieran en un lapso tan corto como son siete meses.
Con excepción por supuesto de los engordamientos extremos, que ya me había
tocado experimentar en tiempo record durante el año que viví en USA y engordé
20 kilos o mi primer invierno en Francia donde subí 10 (maldita sean las panaderías Paul). Dejando de lado la gordura: es todo
un pack-combo de experiencias. Como oferta de mercado, con la caja de cambios
hormonales te regalan el kilo de alteraciones físicas: vómitos matutinos,
incremento de mis alergias, congestión nasal 24/7, dificultad para respirar. Y
eso que yo he corrido con suerte porque me he librado de las migrañas, los
mareos, los calambres (incluidos en los genitales), los dolores de pecho, la
pérdida de diente, las estrías (de momento), el sangrado, la acidez. Con la
excepción maldita de la intolerancia al chocolate que me acecha (¡Dios, cómo ha
dolido!) no me puedo quejar, mi embarazo va estupendamente.
He aprendido que el embarazo es mucho más que los cambios
físicos, hay algo gutural que ya vivía en ti y aflora. Un instinto no
aprendido, innato, que se despierta. Un reflejo animal, una palpitación que
hemos cargado por generaciones, una flama que se encendió cuando supiste vida
crecía dentro de ti y que se aviva
con cada movimiento, cada patadita de tu niño en las entrañas. Es un
nudo en la garganta al pensar esa vida maravillosa que depende del todo de ti:
creas, nutres, alimentas. Y empatizas, con todas las mujeres que como tú han
pasado por esto. Empezando por tu madre y por tu clan.
Mi tía Cuquis –así la llamaremos por protección a la intimidad- es muy activa en FB, frecuentemente escribe mensajes emotivos
para la familia, de temas diversos, con múltiples dedicatorias y matices, y
sobre todo con mucho amor. Hace unos
días me dedicó unas emotivísimas palabras que plasmaban a la perfección la
magnitud de la experiencia de convertirse en mamá. Entre muchas otras cosas
mencionaba precisamente ese hecho de admirar
y comprender como nunca antes a tu madre.
Y mi tía hizo una analogía que aunque suene gastada, comprendí
mejor que nunca: el amor de una madre leona. Así ha sido el amor de las mujeres
en mi familia para sus hijos. Cada una de ellas podrá tener un carácter
disímil, opiniones encontradas, pero
como madres han sido todas admirables.En algunos casos –el mío, por ejemplo- supliendo
incluso y con creces la falta de empatía paterna. Mi mamá siempre ha sido madre, padre, hermana, amiga, todos los roles que he necesitado, en el momento justo los ha asumido. Mi mamá y sus hermanas tomaron su rol de madre (y de abuelas) como prioridad de vida, como razón de ser. Tal vez por eso mis
primos y yo tenemos recuerdos de una infancia tan feliz, porque todos nos
sentimos amados por un clan de mujeres madre que nos hacían sentir extraordinariamente
especiales. El lazo tan entrañable que tengo con mi familia materna es
resultado de ese clan de felinas que nos mantuvieron – y siguen manteniendo-
resguardados al calor de su protección en la manada.
Y lo de leonas, se les da bastante bien, porque la ternura y
carisma emanado en sus “yo normales” muta en una pasión apremiante cuando se
trata de defender a sus cachorros.
Recuerdo un día de kermés en que jugaba con mis amigos en la
calle, como todos los niños mexicanos en días de kermés, a rompernos cascarones
de huevo en la cabeza. A los extranjeros la idea de este juego debe sonar
horrorosamente brutal, pero créanme, es una de las cosas más divertidas de la
infancia: rellenar cascarones de huevo vacíos con confeti, decorarlos y celebrar las fiestas patrias
rompiéndolos en las cabezas, hombros o espalda de tus amigos. Siempre hay algún
ojete que deja el huevo tal cual y que le arruina a alguien el día. Porque honestamente es
de no tener madre tenerse que ir a cambiar a casa por estar bañado en clara y
yema de huevo en un día tan divertido. Y luego están los huevos más
cotizados: los huevos rellenos de harina. Encontrarlos entre la variedad de cascarones
es un arte verdadero, hay que saber agitar el cascaron cerca del oído para
detectar si el relleno suena a harina o a confeti, ser capaces de calcular a
mano el peso - si son de harina serán más pesados-, saber detectar un deje de
polvo blanco en la base del cascarón y ¡bingo!. La multitud de atavíos diversos no ayuda en la tarea, es difícil
decir si un huevo disfrazado de mariachi pesa por el gorrito de papel terciopelo
o distinguir si el ruido que escuchamos es el relleno de harina o la peluca de Adelita del
decorado del cascarón. Hasta los más expertos pueden
equivocarse y terminar pagando por un huevo relleno de confeti común.
Pero estaba yo allí con mis de amigos ya no tan niños sino más bien
púberos, un buen 15 de septiembre en plena batalla campal con un arsenal
invaluable de cascarones rellenos de harina. Y todo era perfecto, corre que te
alcanzo, ahí te voy, ya te di, me las pagarás. Aprentosito de mano en el
relajo, el niño que más te molesta es el que más te gusta y todo ese lenguaje
incompresible de la adolescencia. Vamos,
un día de kermes normal.
Hasta que de una casa salió la típica mujer metiche de
pueblo, señora de familia con hijas crecidas fuera de casa, sin marido, que
vive asomada a la ventana para ver donde puede meter sus narices y conseguirse
una vida. Era la ocasión perfecta para salir de la rutina, con un tono de
espanto-asombro-molestia nos gritó: - ¡Oigan muchachos ¿pero qué hacen? escuchen!-
Mis amigos, como cualquier persona normal, huyeron
corriendo entre empujones, risas y más cascarones con harina. Yo, que en ese entonces era bastante ñoña, obediente y bien portada, creí una falta de respeto huir y dejar hablando sola aquella señora. Me quedé a escucharla y me comí entero el regaño que no
merecíamos, pero que por tonta me ganaba a pulso.
Cuando mi mamá se enteró que su hija, la estudiante de
trayectoria intachable, de promedio recurrente de 10, adorada por sus
profesores, había sido regañada por una señora sin ton ni son: transmutó. Pasó de ser la amable madre de familia vendiendo sonriente con otras mamás antojitos en el
puesto de que nuestra escuela montó en la Kermés a convertirse en una fiera furiosa de órbitas desencajadas y voz de trueno - ¡¿Pero
quién se cree esta mujer para quererte educar: a TI?! - Y fue directo sin
meditar ni chistar a espantar a aquella hiena de un rugido. En ese momento me
pareció desmesurado, pero honestamente
no creo que a esa mujer le haya venido mal a un sustito para que se ocupara más de
sus asuntos y menos de los del prójimo. Y ahí pude ver, que aparte del infinito amor, yo era capaz de provocar muchos otras arrebatadas pasiones en mi madre.
Sacar los rugidos estremecedores para incordiar a hienas
chismosas es parte de la faena, pero ser mama leona va mucho más allá. Es ser,
estar, respirar, mutar por una maternidad apabullante. Es amar, total, pura e
incondicionalmente. Es sacar la fuerza, el valor, el coraje para proteger a los
cachorros propios y a los de la manada. No me he tocado vivirlo, pero ahora, embarazada, empiezo a entenderlo. Y añoro con todas mis fuerzas aprender a ser una leona y
seguir el ejemplo de las féminas de mi familia materna.
Y en homenaje a ellas,
a mi mami y sus dos hermanas, les dejo este video, en el minuto 1:20
pueden ver claramente en un gesto de segundos, todo lo que inútilmente he
intentado transmitir antes con palabras. No se puede describir, pero se ve.
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