domingo, 14 de diciembre de 2014

Ser o no ser Santa

En estos días decembrinos, apenas empieza a sentirse el frio y la cama calientita se vuelve el mejor plan de las mañanas de fin de semana, me entran unas ganas locas de escuchar villancicos. Durante la rutina de despertar, en el baño, en la cocina, preparándonos para salir o haciendo el desayuno, tengo una necesidad avasallante de escuchar a todo volumen el Borriquito Sabanero, Los peces en el río o Campana sobre campana. Mi Wero, que viene de la tierra de los susurros, donde la gente te mira asombrada en el transporte público cuando alzas la voz o los vecinos  se quejan por el sonido de tus tacones cuando sales por la mañana de casa a la oficina, pues no le sienta muy bien el tonito chillón de los niños cantores al ande, ande, andeeeee la mari morenaaaaa.  Tampoco entiende mucho mi manía de querer ir a buscar el árbol de navidad a un pueblo a una hora y media de Barcelona para conseguir un pino que llegue al techo ¡cómo debe ser! (No entiendo porque en esta ciudad solo venden arboles enanos). Y creo que nunca ha entendido muy bien porqué en mi familia es tradición comer chocolates hasta que duelan los dientes el 25 de diciembre.

A pesar de todo eso, los dos estamos completamente ilusionados por el hecho de que en breve, nos convertiremos en Santa (San Nicolás para él) y coincidimos en querer construir recuerdos mágicos en la memoria de nuestro hijo con estas fechas. Para él esperándolo con calendario de adviento de chocolate, para mí preparando todo un ritual de ruido y celebración que empieza en las posadas y termina el día de reyes. Los dos queremos que nuestro hijo crea.

Últimamente he leído muchos debates, sobre todo en blogs de crianza alternativa, donde se critica duramente el fomentar la mentira  de Santa y los reyes en nuestros niños. El argumento es bastante claro: nos esforzamos en inculcar a nuestros hijos la importancia de la honestidad y nosotros mismos les mentimos deliberadamente durante años y de forma recurrente: año con año la misma charada.  Justificándonos siempre bajo el, pues a mí me lo hicieron y salí bien.


Creo que una de las cosas que más deseamos los padres es que nuestros hijos sean personas felices y que con el tiempo sean capaces de proveerse ellos mismos esa felicidad. Por eso para mí, el “engañar” deliberadamente a mi hijo con Santa Claus, los reyes magos o el ratoncito de los dientes no es simplemente un ir con la corriente, o seguir la tendencia consumista, o un simple “a mí me lo hicieron y Salí bien”

Para mi darle a mi hijo la posibilidad de vivir esos momentos de felicidad total que mi mama, jugando su rol de santa me hizo vivir a mí, es un compromiso: una cadena irrompible. Esos minutos felices que mi mami y mi imaginación infantil me ayudaron a construir son trincheras de vida,  una guarida para resguardarse de las dificultades de la vida adulta. Esos momentos mágicos en la memoria son un escape, un refugio, un acceso sencillo a una sonrisa.
Todas la actividades alrededor de la llegada de Santa o lo reyes son recuerdos de felicidad absoluta, desde el momento de escribir la carta, mi mama planificando la salida para ir a cortar el árbol de navidad, ir juntas a comprar dulces para ir llenando el arcón navideños. La llegada de los primos, salir juntos a cantar La rama, pedir posada, quemar luces de bengala. Preámbulos que nos acercaban al momento cumbre. Las mariposas en el estómago la noche de la espera. La emoción a flor de piel al acercarse al árbol para ver si ya habían llegado los esperados visitantes. Los regalos en sí no son el recuerdo importante, es todo el rito alrededor todos los momentos felices previos a la llegada. Porque al final es eso, una práctica familiar que pasas de generación en generación y crea una tradición feliz. Un rito de pura felicidad.

Los mexicanos somos una cultura rica en folklore, tradiciones y creencias. Nuestra única e incomparable celebración de los muertos es uno de los ejemplos más claros. El día de muertos es una festividad que también me eriza la piel: el olor del incienso en el copal, el color del cempaxúchitl, los perfumes de los tamales, el pan de muerto, el anís, el chocolate. Dejar las velas encendidas sintiendo esa energía incierta en el aire, con la certeza de que es noche de apertura de portales, donde se respira la historia de nuestra herencia, de nuestros antepasados, de los seres queridos que no nos abandonan y a quienes nunca olvidamos.  Siendo racionales, podemos decir que vivimos pasando de generación en generación una sarta de mentiras y absurdos: ¿En qué fundamento racional basamos esa creencia de que el sabor de la comida del altar se va porque un familiar difunto ha venido a darse un festín durante la noche? Pues llámenme retrograda, pero me niego a ser racional y honesta  con mis hijos si eso implica negarles a vivir toda la magia que ha aderezado la vida de mi gente.

Ese amor a la vida, esa alegría, ese espíritu de fiesta nos hace tener una cultura más basta, más rica. Y eso es magia. Y la magia no es racional.

Yo deje de creer en Santa y en los reyes bastante crecidita, la fe es cosa que muchas veces ni uno mismo se explica. En la clase llegó el día en que de cincuenta niños, solo quedábamos tres creyentes. No me causaba grandes debates, era simple: si alguien no cree en algo no existe.  Por eso a todos esos compañeros míos que habían dejado de creer, los reyes y santa Claus les habían dejado de visitar.  Como yo sí creía, la magia seguía existiendo en mi casa.  Recuerdo conversaciones con esas dos niñas creyentes como yo, en la que nos argumentábamos nuestras razones para seguir creyendo, una de ellas juraba haber visto una huella de elefante en su jardín y de haberle escuchado con claridad. No sé qué habrían estado haciendo sus padres aquella noche para sonar como un elefante. Yo no creía que sus majestades recorrieran las calles de mi pueblo por la noche en animales de circo, ni me imaginaba a Santa aparcando a su tropa de renos en el techo de mi casa. Me imaginaba algo más fantástico, como los espíritus que nos visitan en todos los santos. Que se materializan por portales de energía paralelos, que viven bajo un espacio, tiempo diferente al nuestro. Cada quien tiene sus explicaciones propias.

La realidad es que los niños necesitan alimentar la imaginación, es incluso saludable. ¿Acaso al leer cuentos infantiles a los niños se convierte uno también en un burdo mentiroso? Porque está claro que el país de nunca jamás, el de las maravillas o donde viven los monstruos y los fantasmas de las navidades pasadas y futuras  no son reales.  ¿Debo entonces leerle a mi niño a Sartre, a Freud o en su defecto el periódico diario a la hora de dormir? ¿Acaso contándole cada noche las historias de guerra, crisis y violencia estará mejor preparado para la realidad adulta con la que tendrá que lidiar cada día en el futuro?

Reina Duarte profesora del máster de edición en la Universidad Pompeu Fabra, parte del órgano directivo del Consell Català del Llibre Infantil i Juvenil y de la Junta Directiva de la Asociación de Editores de Cataluña, defiende el papel de la magia en la infancia “Los cuentos les devuelven la infancia que se les está robando. Es increíble ver cómo recuperan la sonrisa y entran fácilmente en el mundo mágico, ya sea a través de la transmisión oral o leyendo”. Los niños necesitan magia, porque es un elemento que les ayuda a hacer frente a la vida diaria de una manera más sencilla. La imaginación en la infancia les despierta y les desarrolla la creatividad.

Quiero hacer de mi hijo una persona inteligente capaz de sacar sus propias conclusiones, pero también quiero que sea un ser humano feliz. Humano, empático, creativo. Y creo que todo eso es cosecha de sembrar experiencias felices. Yo fui una niña muy feliz y la mentira de Santa Claus y los reyes siempre fueron razón de felicidad.

Quien sabe, a lo mejor las acciones pensadas en crear dicha se trabajan en dos direcciones. Dejé de creer una noche en que accidentalmente escuché a mi mamá conversando sobre el sitio dónde había comprado los juguetes que aquella navidad Santa había traído a mi hermano, para entonces ya tenía mis dudas profundas sobre el tema, así que el descubrimiento no fue un shock si no una confirmación. Mi mama y yo siempre hemos tenido una comunicación completamente abierta y a pesar de descubrir ese “engaño” no me sentí traicionada ni remotamente. Es más, es hasta ahora que leo los blogs des estas madres inquietas en que etiqueto el ritual de santa como una mentira.

Lo curioso es que yo tampoco fui honesta y me guardé aquel descubrimiento para mí. No quería desilusionar a mi mami haciéndola saber que había descubierto el secreto. Porque al final, ese ritual mágico que ella construía con tanto  empeño y dedicación para mi hermano y para mí, eran momentos de dicha para ella también. Entré en ese mundo adulto y me sentí madura y preparada para guardar el secreto y contribuir a la tradición, desde el lado de los mayores, ayudando a mi hermanito a seguir creyendo.

Y tras años de navidades sin magia mentirosa (navidades de adulto, sin niños en casa) por fin Santa y los reyes están a punto de regresar a mi vida. Y les espero con la ilusión con que les esperaba de niña. Me tocará ahora intentar hacer las navidades de mi hijo tan mágicas como mi mami hizo las mías.

Les dejo con artículo no de una mamá común y corriente como yo, sino de una Doctora en psicopatología        sobre el tema.




Cada quien saca sus conclusiones y elige en qué o en qué no creer, yo creo.

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