En estos días decembrinos, apenas empieza a sentirse el frio
y la cama calientita se vuelve el mejor plan de las mañanas de fin de semana,
me entran unas ganas locas de escuchar villancicos. Durante la rutina de
despertar, en el baño, en la cocina, preparándonos para salir o haciendo el
desayuno, tengo una necesidad avasallante de escuchar a todo volumen el
Borriquito Sabanero, Los peces en el río o Campana sobre campana. Mi Wero, que
viene de la tierra de los susurros, donde la gente te mira asombrada en el
transporte público cuando alzas la voz o los vecinos se quejan por
el sonido de tus tacones cuando sales por la mañana de casa a la oficina, pues no le
sienta muy bien el tonito chillón de los niños cantores al ande, ande, andeeeee
la mari morenaaaaa. Tampoco entiende
mucho mi manía de querer ir a buscar el árbol de navidad a un pueblo a una hora
y media de Barcelona para conseguir un pino que llegue al techo ¡cómo debe ser!
(No entiendo porque en esta ciudad solo venden arboles enanos). Y creo que
nunca ha entendido muy bien porqué en mi familia es tradición comer chocolates
hasta que duelan los dientes el 25 de diciembre.
A pesar de todo eso, los dos estamos completamente
ilusionados por el hecho de que en breve, nos convertiremos en Santa (San
Nicolás para él) y coincidimos en querer construir recuerdos mágicos en la
memoria de nuestro hijo con estas fechas. Para él esperándolo con calendario de
adviento de chocolate, para mí preparando todo un ritual de ruido y celebración
que empieza en las posadas y termina el día de reyes. Los dos queremos que
nuestro hijo crea.
Últimamente he leído muchos debates, sobre todo en blogs de
crianza alternativa, donde se critica duramente el fomentar la mentira de Santa y los reyes en nuestros niños. El
argumento es bastante claro: nos esforzamos en inculcar a nuestros hijos la
importancia de la honestidad y nosotros mismos les mentimos deliberadamente
durante años y de forma recurrente: año con año la misma charada. Justificándonos siempre bajo el, pues a mí me
lo hicieron y salí bien.
Creo que una de las cosas que más deseamos los padres es que
nuestros hijos sean personas felices y que con el tiempo sean capaces de
proveerse ellos mismos esa felicidad. Por eso para mí, el “engañar”
deliberadamente a mi hijo con Santa Claus, los reyes magos o el ratoncito de
los dientes no es simplemente un ir con la corriente, o seguir la tendencia
consumista, o un simple “a mí me lo hicieron y Salí bien”.
Para mi darle a mi
hijo la posibilidad de vivir esos momentos de felicidad total que mi mama,
jugando su rol de santa me hizo vivir a mí, es un compromiso: una cadena
irrompible. Esos minutos felices que mi mami y mi imaginación infantil me
ayudaron a construir son trincheras de vida,
una guarida para resguardarse de las dificultades de la vida adulta.
Esos momentos mágicos en la memoria son un escape, un refugio, un acceso
sencillo a una sonrisa.
Todas la actividades alrededor de la llegada de Santa o lo
reyes son recuerdos de felicidad absoluta, desde el momento de escribir la
carta, mi mama planificando la salida para ir a cortar el árbol de navidad, ir
juntas a comprar dulces para ir llenando el arcón navideños. La llegada de los
primos, salir juntos a cantar La rama, pedir posada, quemar luces de bengala.
Preámbulos que nos acercaban al momento cumbre. Las mariposas en el estómago la
noche de la espera. La emoción a flor de piel al acercarse al árbol para ver si
ya habían llegado los esperados visitantes. Los regalos en sí no son el
recuerdo importante, es todo el rito alrededor todos los momentos felices
previos a la llegada. Porque al final es eso, una práctica familiar que pasas
de generación en generación y crea una tradición feliz. Un rito de pura
felicidad.
Los mexicanos somos una cultura rica en folklore,
tradiciones y creencias. Nuestra única e incomparable celebración de los
muertos es uno de los ejemplos más claros. El día de muertos es una festividad
que también me eriza la piel: el olor del incienso en el copal, el color del
cempaxúchitl, los perfumes de los tamales, el pan de muerto, el anís, el
chocolate. Dejar las velas encendidas sintiendo esa energía incierta en el
aire, con la certeza de que es noche de apertura de portales, donde se respira
la historia de nuestra herencia, de nuestros antepasados, de los seres queridos
que no nos abandonan y a quienes nunca olvidamos. Siendo racionales, podemos decir que vivimos
pasando de generación en generación una sarta de mentiras y absurdos: ¿En qué
fundamento racional basamos esa creencia de que el sabor de la comida del altar
se va porque un familiar difunto ha venido a darse un festín durante la noche?
Pues llámenme retrograda, pero me niego a ser racional y honesta con mis hijos si eso implica negarles a vivir
toda la magia que ha aderezado la vida de mi gente.
Ese amor a la vida, esa alegría, ese espíritu de fiesta nos
hace tener una cultura más basta, más rica. Y eso es magia. Y la magia no es racional.
Yo deje de creer en Santa y en los reyes bastante crecidita,
la fe es cosa que muchas veces ni uno mismo se explica. En la clase llegó el
día en que de cincuenta niños, solo quedábamos tres creyentes. No me causaba
grandes debates, era simple: si alguien no cree en algo no existe. Por eso a todos esos compañeros míos que
habían dejado de creer, los reyes y santa Claus les habían dejado de visitar. Como yo sí creía, la magia seguía existiendo
en mi casa. Recuerdo conversaciones con
esas dos niñas creyentes como yo, en la que nos argumentábamos nuestras razones
para seguir creyendo, una de ellas juraba haber visto una huella de elefante en
su jardín y de haberle escuchado con claridad. No sé qué habrían estado
haciendo sus padres aquella noche para sonar como un elefante. Yo no creía que
sus majestades recorrieran las calles de mi pueblo por la noche en animales de
circo, ni me imaginaba a Santa aparcando a su tropa de renos en el techo de mi
casa. Me imaginaba algo más fantástico, como los espíritus que nos visitan en
todos los santos. Que se materializan por portales de energía paralelos, que
viven bajo un espacio, tiempo diferente al nuestro. Cada quien tiene sus
explicaciones propias.
La realidad es que los niños necesitan alimentar la
imaginación, es incluso saludable. ¿Acaso al leer cuentos infantiles a los niños se convierte
uno también en un burdo mentiroso? Porque está claro que el país de nunca
jamás, el de las maravillas o donde viven los monstruos y los fantasmas de las
navidades pasadas y futuras no son
reales. ¿Debo entonces leerle a mi niño
a Sartre, a Freud o en su defecto el periódico diario a la hora de dormir?
¿Acaso contándole cada noche las historias de guerra, crisis y violencia estará
mejor preparado para la realidad adulta con la que tendrá que lidiar cada día
en el futuro?
Reina Duarte profesora del máster de edición en la
Universidad Pompeu Fabra, parte del órgano directivo del Consell Català del
Llibre Infantil i Juvenil y de la Junta Directiva de la Asociación de Editores
de Cataluña, defiende el papel de la magia en la infancia “Los cuentos les
devuelven la infancia que se les está robando. Es increíble ver cómo recuperan
la sonrisa y entran fácilmente en el mundo mágico, ya sea a través de la
transmisión oral o leyendo”. Los niños necesitan magia, porque es un elemento
que les ayuda a hacer frente a la vida diaria de una manera más sencilla. La
imaginación en la infancia les despierta y les desarrolla la creatividad.
Quiero hacer de mi hijo una persona inteligente capaz de
sacar sus propias conclusiones, pero también quiero que sea un ser humano
feliz. Humano, empático, creativo. Y creo que todo eso es cosecha de sembrar
experiencias felices. Yo fui una niña muy feliz y la mentira de Santa Claus y
los reyes siempre fueron razón de felicidad.
Quien sabe, a lo mejor las acciones pensadas en crear dicha
se trabajan en dos direcciones. Dejé de creer una noche en que accidentalmente
escuché a mi mamá conversando sobre el sitio dónde había comprado los juguetes
que aquella navidad Santa había traído a mi hermano, para entonces ya tenía mis
dudas profundas sobre el tema, así que el descubrimiento no fue un shock si no
una confirmación. Mi mama y yo siempre hemos tenido una comunicación
completamente abierta y a pesar de descubrir ese “engaño” no me sentí
traicionada ni remotamente. Es más, es hasta ahora que leo los blogs des estas
madres inquietas en que etiqueto el ritual de santa como una mentira.
Lo curioso es que yo tampoco fui honesta y me guardé aquel
descubrimiento para mí. No quería desilusionar a mi mami haciéndola saber que
había descubierto el secreto. Porque al final, ese ritual mágico que ella
construía con tanto empeño y dedicación
para mi hermano y para mí, eran momentos de dicha para ella también. Entré en
ese mundo adulto y me sentí madura y preparada para guardar el secreto y contribuir a la tradición, desde el lado de los mayores, ayudando a mi hermanito a seguir creyendo.
Y tras años de navidades sin magia mentirosa (navidades de
adulto, sin niños en casa) por fin Santa y los reyes están a punto de regresar
a mi vida. Y les espero con la ilusión con que les esperaba de niña. Me tocará
ahora intentar hacer las navidades de mi hijo tan mágicas como mi mami hizo las
mías.
Les dejo con artículo no de una mamá común y corriente como
yo, sino de una Doctora en psicopatología sobre
el tema.
Cada quien saca sus conclusiones y elige en qué o en qué no
creer, yo creo.
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