El inicio de la vida, el hecho de nacer, me parece una
experiencia increíble de imaginar. Verla, vivirla, experimentarla, se ponen los
pelos de punta de sólo pensar las múltiples emociones encontradas en un mismo
espacio. La madre, experimentando en sus carnes el miedo más dulce, la incertidumbre,
la expectación. Y el hijo, llegando a un mundo nuevo, frío, desconocido,
viéndose obligado de pronto a respirar, a observar, a vivir fuera del útero. Y
encontrarse de frente por fin con aquella fuente de vida que le resguardó por
nueve meses.
No sabía cómo sería mi cesárea a nivel protocolario, pero
tenía muy claro que quería tener a mi hijito lo más cerca de mí y lo más pronto
posible tras el nacimiento y quería a mi esposo allí, participando de ese
momento único. Y lo conseguí: el nacimiento de mi Naricitas fue todo y más de
lo que pude haber planeado.
Este espacio quiero dedicarlo al extraordinario equipo de la
Clínica Corachán, no voy a dar nombres del equipazo que me atendió por temas de
confidencialidad (a mí personalmente no
me gustaría que mi nombre y apellidos aparecieran en el blog de alguno de mis
clientes), pero quiero dejar un testimonio de una paciente completamente
satisfecha, como agradecimiento a un equipo y a un director de orquesta (migine Rock-Star) que hizo de mi momento,
un recuerdo único e insuperable.
El Wero y yo llegamos
a la clínica a primera hora, tenía el ingreso programado sobre las 8:30
de la mañana, la noche anterior, como niña a la espera de los reyes magos, no
pude conciliar el sueño así que estuvimos ahí antes de las 8 de la mañana (para
mi sorpresa al llegar, mi mamí estaba ya instalada en la sala de esperas: ese
madrugón es la prueba del amor de abuelita). El tema administrativo en
admisiones fue rapidísimo, al momento nos asignaron una habitación en la que mi
mami se pudo instalar cómodamente vista
la larga espera que la atendía. A mi
Wero y a mí nos canalizaron al piso de maternidad sin demora. En maternidad nos
recibieron dos comadronas, amabilísimas, que nos explicaron con detalle los
pasos a seguir y me facilitaron una de esas increíblemente stylish batitas de
hospital que no solo dejaban las pompis al aire, pero que además eran de una
tela que semejaba papel de china y no dejaba absolutamente nada, pero nada de
nada a la imaginación.
Con los nervios que llevaba, ya daba igual el pudor, en
cualquier caso, en quirófano no habría parte pudorosa que el equipo médico no
fuera a ver. El Wero tuvo más suerte porque su disfraz semejaba al de los
médicos, con sus ojazos azules y su pinta nórdica su look era de anatomía de
Grey total. Nos pasaron al quirófano sin más demora para presentarnos al resto
del equipo antes de iniciar, otro punto positivo a la clínica: humanizar el
trabajo que un equipo de profesionales tiene ya tan visto. Al asociar cada rol
con una persona: una cara, un nombre, un gesto, como paciente, te sientes mucho
más cercana y más segura.
Yo había estado ya en un quirófano de la clínica Corachan en
otra ocasión y no había tenido queja,
todo estaba muy bien, impecable, como el
interior de una nave espacial. Bastante frío debo decir. El quirófano de
maternidad me ha gustado mucho más, todo se veía nuevo, pero con más diseño, lo
que al final lo hacía más agradable y más cálido. La luz era adecuada, la
enfermera ajusto a la temperatura del quirófano a mi gusto para que no tuviera
frio y se ocupó en todo momento de saber si estaba bien, si estaba cómoda.
Tener a mi Wero al lado en todo momento me tranquilizaba mucho, yo que me creía
la mujer con los nervio de acero, al estar en la camilla, a la espera de la
anestesista, empezaba a sentir muchos, pero muchos nervios.
El equipo fenomenal: dos matronas, súper profesionales que
me guiaron con mucha paciencia en el proceso y siguieron mi plan de parto (que
preparé previamente) respetando mi petición de protocolo piel con piel y
lactancia inmediata. Un auxiliar de quirófano que rompió el hielo a nuestra
llegada, nos contó anécdotas y chistes y terminamos incluso teniendo conocidos
en común “el mundo es un pañuelo”, una anestesista chilena, orgullosamente latina,
que me trataba como si se tratara de una conocida y por supuesto, mi estimado
ginecólogo Rock-Star que como siempre, fue un pro. Me quito el sombrero:
¡Chapeau!
La epidural me la pusieron en un plaff, un piquetito de nada
y después no más dolor de la cintura hacia abajo. La sensación es muy extraña,
porque se puede incluso percibir el efecto fría del yodo sobre la piel, pero no
hay dolor alguno, sientes manipulación y presión en alguna parte de ti, que no
distingues, pero no duele, simplemente desconcierta. La cesárea fue rapidísima,
el equipo empezó a hablarme de México, del Chavo del ocho y de rancheras, y así distraída por el small-talk se pasaron sin más unos 20 minutos y de pronto: mi Naricitas estaba ya
saliendo al mundo. Mientras lo sacaban, el equipo médico le entonó a coro Las Mañanitas, y a mí me pareció el detalle más humano que se puede hacer a una
embarazada para quitarle los nervios y humanizar su parto. Mi hijo, español por
nacimiento, franco alemán mexicano por herencia, fue recibido en el mundo con
una canción mexicana de celebración.
En toda este festejo, mi Wero no hablaba mucho y se le veía
un poco en modo zombie, el pobre me contó después que por alguna razón se le
ocurrió mirar tras la tela que ponen para cubrir precisamente ver escenas traumáticas
y me vio abierta por la mitad, con placenta y a saber que más de fuera, con
sangre a diestra y mientras, mientras
tras bambalinas mi rostro ajeno a aquella estampa, cantaba felizmente
una ranchera. Para él fue una escena
dantesca. Regresó por fin al mundo cuando le pidieron que cortara el cordón y
le entregaron a una cosita en movimiento que protestaba a todo pulmón: su hijo.
Y tuvo la oportunidad de hacer al momento piel con piel con aquella personita
que conocía de voces, pero que hasta entonces no había sentido sobre sí.
A pesar de que no entré en labor de parto y en teoría la
falta de oxitócica tendría que haber arruinado el nacimiento de mi primogénito,
mi parto tendría que haber sido robótico, sin magia, ni vínculos, mi hijo y yo
mirandonos como dos completos desconocidos que se ven por vez primera sin más
pena ni gloria. Siento decirles a los detractores de la cesárea que no ha sido
así. Cuando entre a la sala de recuperación unos minutos después y me encontré
con la imagen de mi Wero con una expresión entre sorpresa y pánico feliz, con
mi niño indefenso sobre su pecho desnudo: minúsculo, hermoso. Viví el amor con
todos y cada uno de mis sentidos. Esa estampa irrepetible marcará mi historia y
no pudo ser más emocionante.
Que decir de cuando pusieron a Naricitas sobre mí cuerpo, y
empezó a reptar para buscar mi pecho desnudo. Todas mis lecturas sobre el
vínculo intrauterino tomaban sentido, ese era mi niño y me reconocía, y se
sentía a salvo en mí. Y yo, como una diosa, podía proveerle alimento, calor,
confortarle. No sé si la oxitócica que no liberé en consecuencia de la cesárea
me habría hecho sentir con más ímpetu ese momento. No lo creo, no puedo
imaginarme una emoción más intensa que la que sentí al sentir la piel de mi
hijito contra la mía. Agradecí a Dios, al universo, a todas las energías
positivas de la gente que nos quiere que nos acompañaba en la distancia, el
poder sentir tanta dicha, en una sola sala, con mis dos grandes amores.
Resumiendo, un agradecimiento al equipazo de la clínica Corachán. Y una vez más exhorto a cada mujer a elegir su
parto, ser partícipes de ello y sentirse valiente al aceptarlo. Que al final,
el instinto emparejado con la racionalidad nos hará siempre tomar las mejores
decisiones. El parto es tuyo.